La mayoría de los docentes que aman la educación son conscientes de que algo no funciona en el sistema educativo, y coinciden en que se ha dedicado atención exclusiva a la transmisión de conocimientos, la faceta, digamos, intelectual de la educación. Sin embargo, los currículums están llenos de frases como “educar en valores”, “desarrollar la sociabilidad”, “empatía”, etc. Pero luego sus recomendaciones no funcionan.
El problema reside en el desconocimiento de la naturaleza integral del ser humano en general, y del niño en particular. ¿Cómo desarrollamos empatía en el niño? Ya se habla mucho ahora de la “inteligencia emocional”, pero al final ¿cómo se la cultiva en la práctica? Y si dicho concepto, como tal, ya significa un avance en la concepción más moderna de la pedagogía, aún falta insistir en la educación de la voluntad. Sí, pero ¿cómo se hace?
Los docentes han de desarrollar inventiva, despertarse, observar afectuosamente al niño para intuir soluciones a situaciones concretas y tener libertad para poder aplicarlas. Eso es ya un primer gran paso. Pero si no existe un conocimiento del ser humano físico, anímico y espiritual, los éxitos son esporádicos y escasos, basados a lo sumo en la buena voluntad del maestro, si es que la directiva del colegio o del Estado le permiten desplegarla. ¿Cómo desarrollar el mundo afectivo, empático y social del niño? ¿Cómo hacer que se despierte lo valórico, los impulsos éticos en el niño, y que forman parte del ámbito de su voluntad? La mayoría de confesiones cuando intervenían en la educación intentaban desarrollar los valores morales. Pero en la actual época del alma consciente sus métodos, en la mayoría de los casos fracasan, y a veces provocan lo contrario, la aversión a la “moralina” que se les intenta inculcar.
Un ejemplo de ello, es la herencia medieval (que no han logrado quitarse de encima) de la mayoría de confesiones que concibe al ser humano como alguien que ha de ser dirigido como el pastor dirige a sus ovejas. Se sigue usando el método del palo y la zanahoria: “Si te portas bien tienes premio, si te portas mal tienes castigo”, Y uno tiene que estar constantemente pidiendo perdón.
Y es que en lo moral, en lo ético, el énfasis tendría que recaer en el destino y el destinatario de nuestras acciones, es decir, que uno hace un bien a otro por el bien de ese otro, por el bien ajeno, no por el propio. Sería la ética por el amor a lo ajeno: al mundo, a la naturaleza, a nuestros congéneres. Pero muy a menudo eso se destroza, porque el énfasis recae en el actor, que intentará hacer el bien para no ser castigado, y aún más, porque, además tendrá premio, (cielo e infierno en sus distintas gradaciones y matices en el más acá y en el más allá).
“Ajá”, piensa el inconsciente del que obra, “si para hacer un bien he de renunciar a ciertas cosas, he de hacer un esfuerzo de superar ciertos impulsos que no controlo (por ejemplo la ira), este pequeño sacrificio y esfuerzo me reportará un mayor premio al final (menos purgatorio y más cielo, por ejemplo)”.
¿Es esto ética? En realidad no es más que una mera transacción comercial transferida a un ámbito espiritual: “haciendo ciertas cosas obtendré más beneficios, además de librarme de ciertos dolores”. Es la ética basada en el temor y la búsqueda de beneficio propio.
Más de uno se dirá: “Eso está muy bien, pero la idea de la ética por amor sólo puede ser llevada adelante por un adulto en quien ha despertado su yo, que ha alcanzado un grado de madurez mínimo para poder desarrollar la ética por el bien ajeno sin disfraces.”
Y tendría razón. Entonces ¿cómo desarrollar los gérmenes de la ética en el niño, sin que le venga impuesta desde fuera en forma de prescripciones y prohibiciones, sino que acabe emergiendo libremente desde su interior, cuando llegue a cierta madurez en su crecimiento? Este es uno de los temas esenciales de las presentes conferencias. (mlm)